Cuando millones de católicos se encuentran a la espera del “habemus papam”, precedido de la fumata blanca, que será la señal de que el cónclave cardenalicio ha elegido al sucesor de Benedicto XVI, es lógico que exista incertidumbre sobre la orientación que asumirá el nuevo papa. Los creyentes, y quienes no lo somos también, tenemos derecho a preguntarnos hacia dónde conducirá el nuevo sumo pontífice a una Iglesia milenaria, esparcida por todo el mundo y que, aparte de los servicios religiosos que administra a sus fieles, ejerce una influencia poderosa en la humanidad del siglo XXI. La pregunta mínima que podemos hacernos es si el nuevo papa renovará algo la Iglesia.
El anacronismo de muchos planteamientos católicos, la antigüedad de los ritos, la infalibilidad de la jerarquía suprema —asistida por el Espíritu Santo para despejar dudas—, el empleo del latín para comunicarse, el sacerdocio masculino excluyente de la mujer con pasmosa naturalidad, la exclusión de obligaciones fiscales en un mundo en crisis, la invocación
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